Las apariencias
engañan. Tú, que vas por la vida creyendo que ya sabes diferenciar el bien del
mal, que sabes identificar a las personas con cinco minutos de conversación o
casi con solo una mirada, te das cuenta que no tienes ni la menor idea y que te
pueden seguir sorprendiendo, te guste o no. Eso es lo que me pasó en el
concierto de St. Vincent de Barcelona.
Mucho antes de trabajar
con mi blog Daltonicum, investigar y conocer nueva música requería de una
ocupación temporal normalmente dedicada al tiempo libre, escuchaba aquellos
sonidos heredados de una generación curiosa, naïf, valiente, y más
mayor, y a algunos grupos más que me interesaban por mi
necesidad musical y por amigos melómanos que me los presentaban. Pero desde que
soy yo la que busco, experimento y me arriesgo a conocer y asistir a conciertos
y a actuaciones de grupos que no son altamente conocidos en nuestro territorio
vital, o más bien poco conocidos por los parroquianos locales, soy más feliz
que una perdiz y es cuando las sorpresas no dejan de llegar. Así, ni corta ni
perezosa, me presenté en el concierto de St. Vincent, el 20 de junio de 2012,
en la sala Apolo de la ciudad condal, gentileza de su promotora en España,
Cloudy Dog, sabiendo que esa mujer de frágil aspecto, pero con un demoledor
toque de guitarra, no me iba a dejar indiferente.
Mientras esperaba
que empezara la actuación, me fijé en la sala Apolo y en su "no" paso del tiempo.
Recuerdo que el año pasado, exactamente en la misma fecha, estaba sentada en el
mismo palco a la misma hora, lo recuerdo muy bien porque fue justo después de
la asistencia a los festivales del Primavera Sound y del Sónar, igual que este
año, y de lo que implica mentalmente, igual que este año, pero en esa ocasión
para ver a los The Pains of Being Pure at Heart, y me fijé que el paso del
tiempo no había hecho mella en este mítico espacio musical y de amplias
vivencias vitales de todos los barceloninos que se presten entre 20 y 40 años.
Pero cuando digo que no pasa el tiempo lo digo hasta con miedo porque todos
hemos cambiado en estos años, pero el Apolo no. Nada, sigue siendo rojo, rojo
cabaret, sigue teniendo las mismas barras, el mismo escenario, y hasta los
mismos camareros, que en algunos casos te vieron en estados que prefieres no
recordar, y ellos también. Total, que mientras esperaba la llegada de Annie
Clark y su comparsa rememoré y fotografié de nuevo ese lindo y mil veces visto
“Apolo” y me dejé llevar por la melancolía de tiempos pasados.
Pero como nada
es eterno, y las esperas tampoco, finalmente apareció toda la banda newyorkina
de St. Vincent, capitaneada por la dulce Annie, y mi cámara pasó de fotografiar
espacios a fotografiar estrellas. La cantante y multiinstrumentista de origen
tejano, muy contenta de estar en Barcelona y con mucha sencillez y gran
acierto, empezó a entonar su setlist con una mezcla de dulzura y tonos agudos
de voz que me recordaron a la cantante islandesa Björk, y, acompañada por una
excelente banda, que es de agradecer, y un sonido de mucha calidad, que como he
comentado en algún otro post, no es fácil de encontrar en salas pequeñas, nos
fue llevando donde ella quiso, a un estado de ensoñación y despiste de lo que
iba a suceder. La banda vino a Barcelona a presentar lo que ha sido su último trabajo
“Strange Mercy”, aunque durante la actuación tocaron algunos de sus temas más
conocidos del anterior trabajo, Actor, como el tema de apertura “Marrow”. Y así,
confiados con aquella voz angelical, de repente, ¡zas! Annie empezó a tocar su
guitarra con tal aire metalero que toda su dulzura se convirtió en fiereza,
todo su timidez, en sensualidad, todo su retraimiento, en desfachatez y
descaro.
Y nos elevó y sacó nuestra parte más rockanrolera, adormilada después
de tanto sintetizador, y nos recordó que la guitarra eléctrica está para eso,
para electrificar los ambientes, para hacer bailar, para hacer vibrar. Y se
lanzó a un público que la levantó, la protegió, la acompañó como se les hace a
los grandes del rock, sin miedo a caerse porque estaba en un trance animal que
no le permitía racionalizar, que sólo le permitía rugir. Y soltó todo lo que
tenía, nos regaló toda su energía y se comunicó a través del lenguaje más
increíble que existe, el lenguaje del rock and roll. Y así fue gestando una
actuación cargada de intensidad y electricidad, incluido un momento
instrumental con un theremín, increíble
y sorprendente. Después de todo esto, llegó la calma. Ya estabas en el limbo. Y
así, esa fiera con aspecto de Caperucita, de Caperucita “rojo Apolo”, sensual y
entregada, que se disculpó por su arranque de fiereza pero que en realidad lo
que estaba era sometiéndonos, nos cantó sus canciones con su voz angelical pero
nos las hizo experimentar a través de su
demoníaca guitarra. Y me sorprendió de tal forma que desde entonces
llevo días sin parar de escucharla y, básicamente, queriendo tocar su theremín.
Muchas gracias Annie. Gracias por recordarme que todo esto empezó con el rock
and roll. ¡Suerte y larga vida!
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